Con la coincidencia de haber perdido el tiempo encontrándonos, te escribo. Y deletreo la ausencia con saliva seca, con lágrimas caducas, haciendo una vez en mi vida lo imposible. El logro inmenso de no tener a quién dedicarme. Y el vacío, el fondo del vacío en el centro del cuerpo y por qué no, en los rincones de tu propio cuerpo en mi recuerdo. Nada más bello pudo pasarme y en la distancia asumo que el cielo gris o el sol resplandeciente acusan los mismos recibos. La tele encendida y las manos atadas. Nadie va a abrazar, ni yo entenderé el siniestro o el discurso político abreviado. Calmar la sed y el viento, otra vez, acciones paralelas para traerme a la mente la ingratitud de los pares que se atropellan cuando están y cuando no, se repiten instigando al solitario. Y la luna que soñé cuando no estabas, cada noche se diluye más de su espejismo vibrándome en los ojos. En mi torpe humanidad, me siento aceptablemente bien de poder contar lo no vivido y armar listas prolijas de tantos huecos y tanta podredumbre. La acumulación de lo que no hubo debería escribirse como un largo lamento y sin embargo…
Persistencia inútil de reconocerme implacable, escribo. Y te entibio mientras cae el agua sobre mis hombros, sintiendo que es solo eso, el instinto protector que llegó tarde.
Escribo para que de algún modo, por cansancio o impertinencia, la palabra se instale venciendo mis deseos de no decir nunca nada a nadie. Gracias a Dios no te encontré en los lugares en que jamás estuve, un exceso que no permitiríamos,… pero sí admito que lloré la primera de la última vez que vi pasar a alguien y quise, pero ya no pude, como hacía siempre, recordarte.
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Rasgar, sobre el límite de las sombras, esa piel tuya que no tuve.
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No habrá nada que pueda ser escrito para retenerte.
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Mi ardor tan tuyo tampoco puede ser escrito.
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Ya no hay luego. Adiós.